Conferencias
Suely Rolnik

Archivomanía

44th Congreso AICA, Asunción, Paraguay, 17.10.11

 

 

 

 

Si el pasado insiste es por la ineludible exigencia vital de activar en el presente sus gérmenes de futuros enterrados.

Walter Benjamin (psicografiado)[1]

 

 

 

Hay cultura, que es la regla. Y hay excepción, que es el arte… Todos dicen la regla: los cigarrillos, las computadoras, las camisetas, la televisión, el turismo, la guerra. Nadie dice la excepción. Eso no se dice. Eso se escribe… se compone… se pinta… se filma… O eso se vive. Y es entonces el arte de vivir… Es de la regla querer la muerte de la excepción.

Jean-Luc Godard, Je vous salue, Sarajevo [2]

 

 

 

 

 

 

Una verdadera compulsión alrededor de archivos se ha apoderado del territorio globalizado del arte en el transcurso de las últimas décadas; compulsión que abarca desde investigaciones académicas de archivos existentes o aún por constituirse hasta exposiciones basadas parcial o íntegramente en ellos, pasando por frenéticas disputas entre coleccionistas privados y museos por la adquisición de estos nuevos objetos de deseo. Sin lugar a dudas, el fenómeno no es fruto de una pura casualidad.

En este contexto, urge preguntarse acerca de las políticas de archivo, ya que son muchos los modos de abordar las prácticas artísticas que se pretende inventariar. Dichas políticas se distinguen menos por las opciones técnicas que orientan la producción de un archivo, y más por la fuerza poética que el propio dispositivo propuesto es capaz de transmitir. Me refiero a su aptitud para hacer que las prácticas inventariadas tengan la posibilidad de activar experiencias sensibles en el presente, necesariamente distintas de las que se vivieron originalmente, pero con un mismo tenor de densidad crítico-poética. Ante esta propuesta, de entrada se impone una pregunta: ¿cómo sería un inventario portador de esta fuerza en sí mismo, es decir, la producción de un archivo “para” y no “sobre” una experiencia artística, o su mera catalogación, pretendidamente objetiva?

La problematización de esta distinción depende al menos de dos bloques de preguntas. El primero se refiere a los tipos de poéticas inventariadas: ¿qué poéticas son éstas? ¿Tendrían aspectos comunes? ¿Estarían ubicadas en contextos históricos similares? ¿En qué consiste inventariar poéticas y en qué se diferenciaría esta operación de la que se ciñe a inventariar objetos y/o documentos? El segundo bloque de preguntas se refiere a la situación que engendra el frenesí con relación a los archivos: ¿cuál es la causa de la emergencia de este deseo en el contexto actual? ¿Qué políticas de deseo sirven de impulso a las diferentes iniciativas alrededor de archivos, a su surgimiento, sus modos de producción, presentación, circulación y adquisición? Pretendo aquí proponer algunas pistas para responder a estas preguntas.

Partamos de la constatación innegable de que existe en efecto un objeto privilegiado por las ansias de archivar: se trata de una amplia gama de prácticas artísticas, agrupadas bajo la denominación de “conceptualismo”, que se desarrollan en el mundo en el transcurso de los años 1960 y 1970. Dichas prácticas, así como otras, igualmente osadas para los parámetros de la época, son el resultado de un fenómeno que comienza en el pasaje del siglo XIX al XX: la acumulación de imperceptibles movimientos tectónicos en el territorio del arte que llegan a un umbral en aquellas décadas y se plasman en ciertas obras que, al tornar dichos desplazamientos sensibles, reconfiguran enteramente su paisaje. Es ése el contexto en el cual los artistas posteriormente calificados como “conceptuales” toman como objeto de la investigación el poder del “sistema del arte” en la determinación de sus creaciones. Su foco son las diversas dimensiones del referido sistema: desde los espacios destinados a las obras hasta las categorías a partir de las cuales la historia (oficial) del arte las califica, pasando por los medios, los soportes, los géneros reconocidos, etc. La explicitación y la problematización de tales limitaciones en la propia obra pasan entonces a orientar la práctica artística, en la búsqueda de líneas de fuga de sus fronteras establecidas. Esta operación constituye la médula de su poética y la condición de su potencia pensante, en la cual reside la vitalidad propiamente dicha de la obra, el virus que la misma porta.

Pero no es que la compulsión de archivar abrace cualquier práctica artística realizada en este movimiento durante las referidas décadas. Se ubican especialmente en la mira las propuestas que se produjeron fuera del eje Europa Occidental–Estados Unidos, más precisamente aquéllas creadas en Latinoamérica, en países que en ese entonces vivían bajo regímenes militares. Tales prácticas han sido incorporadas por la historia del arte producida en este eje y establecida como pensamiento hegemónico que define los contornos del territorio internacional del arte. Es desde esta perspectiva que se interpreta y se categoriza a la producción artística elaborada en otras partes del planeta, lo que tiende a causar ciertas distorsiones en la lectura de las referidas prácticas, generando efectos tóxicos en su recepción y propagación.

 

Se rompe el hechizo

Debido al avance del proceso de globalización, desde hace algunas décadas se ha venido operando una desmitificación de “esa” historia del arte. Tal fenómeno se inserta en el contexto más amplio de disolución de la actitud idealizadora ante la cultura dominante por parte de las demás culturas que hasta entonces estaban bajo su influencia. Hay una ruptura del hechizo que las mantenía cautivas y que obstruía el trabajo de elaboración de sus propias experiencias con su textura y densidad singulares y la peculiaridad de sus políticas de cognición.

Es todo un mundo instaurado por el pensamiento hegemónico el que se desestabiliza: se transmuta subterráneamente su territorio, se modifica su cartografía, se desdibujan sus límites. Se opera un proceso de reactivación de las culturas sofocadas hasta ese entonces que introduce otras sensibilidades en la construcción del presente, lo que provoca distintos tipos de reacción. Para quedarnos tan sólo en sus extremos, en la posición más reactiva se encuentran los fundamentalismos de toda índole, que crean la ficción de una identidad originaria y se fijan en ella. La versión de esta tendencia en los países dominantes es la xenofobia. En el caso específico de Europa Occidental dicha tendencia ha venido intensificándose asustadoramente en los últimos años, como un canto de cisne que se debate contra la muerte anunciada de su hegemonía. Por detrás del confinamiento en este espejismo de una esencia identitaria, existe una denegación de la experiencia de proliferación de una alteridad múltiple y variable, como así también de la flexibilidad subjetiva y cultural que la misma demanda, características propias del proceso de globalizacióni. En tanto, en el extremo de la posición más activa, se producen toda la gama de invenciones del presente, movidas en cambio por la apertura a esta pluralidad de otros culturales y a los roces y tensiones de sus efectos, en el embate con el modo en que el nuevo panorama incide en cada contexto, y en las experiencias culturales inscritas de los cuerpos que lo habitan. A medida que avanza una de estas posiciones, se intensifica su opuesto. Evidentemente, estos dos extremos no existen en estado puro: lo que existe en realidad son diferentes especies de fuerzas que se presentan en una escala variada de matices entre el polo activo y el reactivo, e interactúan en un vasto crisol de culturas. Es en esa dinámica que se delinean las formas de la sociedad transnacional.

La archivomanía aparece precisamente en este contexto signado por una guerra entre fuerzas que disputan la definición de la geopolítica del arte. Pero, ¿por qué son especialmente codiciadas por esta obsesión de investigar, producir, exponer y/o adquirir archivos ciertas prácticas artísticas llevadas a cabo en aquellas décadas en Latinoamérica? ¿Y por qué lo son preferentemente en los países del continente que en ese entonces se encontraban bajo dictaduras? En efecto, existe un aspecto común a todas esas prácticas, que no obstante adquiere matices singulares en cada una: se le agrega la dimensión política a las demás dimensiones del territorio institucional del arte, cuyo excesivo poder sobre la creación empieza a problematizarse en el período. Sucede que la política, que necesariamente permea el territorio del arte en su transversalidad, sea cual sea el contexto, se vuelve más explicita en Estados autoritarios, ya sean de derecha o de izquierda, debido a que es más violenta su incidencia en la determinación de las acciones artísticas.

No obstante, hay que distinguir entre dos modalidades de presencia de este aspecto en las prácticas artísticas latinoamericanas tomadas por la archivomanía: macro y micropolítica. Las acciones artísticas de índole macropolítica transmiten básicamente contenidos ideológicos, lo que las convierte en prácticas más cercanas a la militancia que al arte. En tanto, en el segundo tipo de acciones lo político constituye un elemento intrínseco a la investigación poética, y no algo ubicado en su exterioridad. Independientemente del valor que se les quiera adjudicar a cada una de estas modalidades, el problema es que, desafortunadamente, la vertiente macropolítica ha sido generalizada por la historia hegemónica del arte para interpretar al conjunto de las propuestas artísticas de aquellas décadas en el continente, bajo la denominación de “arte conceptual político” o “ideológico”. Esta categoría ha sido instituida por ciertos textos y exposiciones que se realizaron a partir de mediados de los años 1970 en el eje Europa Occidental–Estados Unidos, que se han vuelto paradigmáticosii. La misma implica en la denegación de la naturaleza micropolítica de las acciones artísticas en cuestión, trabando su reconocimiento y su expansión. La invención de esta categoría puede ser interpretada como un síntoma que, como tal, impone la urgencia de un trabajo de elaboración que explicite cuáles son las fuerzas reactivas que el equívoco de esa calificación revela, de modo tal de combatir más eficazmente sus efectos. A tal fin, se vuelve necesario detenerse en la diferencia existente entre ambas modalidades de presencia de lo político en las prácticas artísticas, especialmente en contextos de terrorismo de Estado.

Si bien la incidencia de los regímenes totalitarios en la cultura se manifiesta más obviamente a través de la censura, su cara macropolítica, es mucho más sutil y nefasto su efecto micropolítico imperceptible, pero no por ello menos poderoso. Este efecto consiste en la inhibición de la propia emergencia del proceso de creación, antes incluso de que su expresión haya empezado a bosquejarse. Dicha inhibición es producto del trauma inexorable de las experiencias de pavor y humillación que les son inherentes. Esas experiencias, producto de los métodos de prisión, tortura y asesinato, practicados hasta el hartazgo por los gobiernos autoritarios con cualquier persona que a ellos se oponga, impregnan la atmósfera de una sensación aterradora de peligro inminente. La situación afecta al deseo en su meollo y lo debilita, pulveriza la potencia del pensamiento que éste convoca y dispara, y así la subjetividad queda vaciada de consistencia. Al ser el terreno por excelencia en el cual se producen las excepciones a la regla de la cultura, el arte es especialmente afectado.

Experiencias de ese género se inscriben en la memoria inmaterial del cuerpo, que es la memoria física y afectiva de las sensaciones, distinta, empero indisociable de la memoria de la percepción de las formas y de los hechos, con sus respectivas representaciones y las narrativas que las enlazan (en este caso, generalmente protagonizadas por la figura de la víctima, que los interpreta apelando a un discurso puramente ideológico). El desentrañamiento del deseo para librarlo de su impotencia constituye una tarea tan sutil y compleja como el proceso que provocó su represión y la figura de la víctima que de ella resulta. Dicha elaboración puede extenderse durante treinta años o más, para plasmarse recién y efectivamente durante la segunda o la tercera generación. La especial vulnerabilidad de ciertos artistas a esta experiencia en su dimensión corporal (aquende y allende la conciencia que tengan de ella o de su interpretación ideológica) es lo que los lleva, en diferentes contextos, a afirmar en sus obras la potencia micropolítica inmanente a la práctica artística; una actitud que se distingue del uso del arte como vehículo de información macropolítica.

Cabría preguntarse entonces si a la fuerza micropolítica del arte puede convocársela y revelársela únicamente con base en experiencias de dolor, miedo y angustia, y más especialmente aún cuando éstas son movilizadas por situaciones de opresión macropolítica, ya sea en regímenes totalitarios o en las relaciones de dominación y/o explotación de clase, raza, religión, género, etc.

Sería absurdo pensar de ese modo: precisamos librarnos de las huellas de esta trampa romántica que alía la creación al dolor. Cualquier situación en la que la vida se vea constreñida por las formas de la realidad y/o el modo de describirlas produce extrañamiento. Y éste es sucedido de un malestar que moviliza la necesidad de expresar lo que no cabe en el mapa vigente, creando nuevos sentidos, la condición para que la vida vuelva a fluir. En eso consiste la experiencia estética del mundo: ésta depende de la capacidad del cuerpo de volverse vulnerable a su entorno, de dejarse tomar por la sensación de disparidad existente entre las formas de la realidad y los movimientos que se agitan bajo su supuesta estabilidad, aquello que lo pone en “estado de arte”. Una especie de experiencia del mundo que va más allá del ejercicio de su aprehensión reducida a las formas operado por la percepción y su asociación con ciertas representaciones a partir de las cuales se les adjudica sentido. La tensión de la dinámica paradójica entre estos dos modos de aprehensión del mundo vuelve intolerable la conservación del status quo; y es esto lo que nos causa extrañamiento y nos fuerza a crear. Y el cuerpo no se apacigua mientras no traigamos a la superficie de la cartografía vigente aquello que pide paso, horadando su cerco y modificando sus contornos.

Ahora bien, el malestar del extrañamiento en cuestión no necesariamente viene embebido de miedo y/o angustia; éstos son sentimientos conscientes del yo, producto de la impotencia ante circunstancias específicas, que incluyen el autoritarismo y la desigualdad social, pero no se ciñe a ellos. En situaciones extremas, tales sentimientos, como hemos visto, traen aparejado el riesgo de inhibir la potencia de creación, lo que lleva a reemplazar al pensamiento por fantasmas y proyecciones. Así es como el trauma producido en contextos dictatoriales puede provocar el reemplazo del pensamiento por la ideología. La consecuencia es la transformación del artista en activista y su obra en panfleto portador de los afectos tristes de la víctima, de su resentimiento y del deseo de venganza, afectos que se movilizan igualmente en su recepción y que tienen tan sólo dos destinos posibles: la esperanza de redención o la desesperanza movida por una alucinación de apocalipsis. Encubierta bajo el velo de proyecciones ideológicas, tejido con hilos de deseo romántico y emoción religiosa, la experiencia se nubla y sus tensiones se tornan inaccesibles. De este modo, estas últimas mantienen un poder inconsciente sobre la subjetividad, y es eso lo que la lleva a adoptar estrategias defensivas para protegerse, que al mismo tiempo la limitan. Tiende a producirse entonces un malentendido acerca de la relación entre arte y política que, debido a que tiene su origen en una operación defensiva, no es fácil deshacerlo.

Para captar dicha operación más precisamente, vale la pena recordar que la sensación opera en el plano corporal inconsciente, mientras que el sentimiento o la emoción operan en el plano psicológico. El objeto de la sensación es el proceso que deshace mundos y engendra otros, lo cual ocurre, tal como hemos visto, en cualquier contexto en que la vida se encuentre disminuida en su potencia. Es ese proceso el que mueve a la creación artística. La sensación es por lo tanto portavoz de la fuerza de creación y diferenciación que define a la vida en su esencia, constituyéndose así en una especie de «emoción vital», lo que la distingue de los sentimientos y emociones psicológicas, voceros del yo y de su conciencia. Sin embargo, los contextos que movilizan sentimientos exacerbados de angustia pueden impregnar a punto tal las sensaciones del proceso en curso que se tiende mezclarlos, como si fuesen lo mismo. Pero no debemos confundirlos: aunque el malestar de la sensación de la disparidad existente entre las formas de la realidad y las fuerzas que causan su desguace esté también signado por turbulencias difíciles de sostener mientras aquello que presiona no se resuelve en obra, este estado produce al mismo tiempo una extraña alegría. Sucede que la creación abre canales para la afirmación de la vida y alimenta la confianza de que logra imponerse incluso en situaciones límite, aun en contextos de opresión macropolítica, tal como es el caso de las prácticas artísticas que aquí se enfocan. Por eso, aunque lo que convoca a la acción artística en los regímenes dictatoriales en curso sea precisamente la presencia brutal de la macropolítica en la creación, la naturaleza de su potencia sigue siendo micropolítica. Lo que orienta al artista acá es su escucha de la realidad intensiva que presiona, y ésta solamente logra perforar la barrera y hacerse presente si se concreta en las entrañas de su poética. Esa capacidad hace del arte un poderoso reactivo químico que, al propagarse por contagio, puede interferir en la composición molecular de los medios en que se inserta, disolviendo sus elementos tóxicos.

Es precisamente ésta la dimensión política del arte que caracteriza a las propuestas artísticas más contundentes elaboradas en América Latina durante las dictaduras de las décadas de 1960 y 1970. Encarnada en la obra, la insistencia de la fuerza de invención ante la experiencia omnipresente y difusa de su opresión se volvía sensible, en un medio en el cual la brutalidad del terrorismo de Estado tendía a provocar una reacción defensiva de ceguera y de sordera voluntarias, por una cuestión de supervivencia. Por ende, tales acciones artísticas son de una índole totalmente distinta de aquélla que rige en el plano en que operan las que se acercan a las acciones pedagógicas o doctrinarias de concientización y transmisión de contenidos ideológicos, aun a las acciones socioeducativas de “inclusión”. Debido a que no inciden en el plano de la experiencia estética, estas últimas no tienen el mismo poder sobre el debilitamiento del deseo y de la subjetividad en su capacidad pensante.

Otro malentendido tiende a generarse en este mismo tipo de situación consiste en suponer que en las prácticas artísticas en las cuales se afirma su poder político, la forma sería irrelevante. Una cosa no se contrapone a la otra, al contrario: en dichas prácticas, el rigor formal de la obra ­–ya sea ésta pintura, escultura, intervención urbana, instalación, performance, etc.­– es más esencial y sutil que nunca. Con todo, en este caso, no son sus formas per se, separadas del proceso que les da origen, lo que las hace poderosas y las vuelve seductoras; la forma aquí es indisociable de su rigor como actualización de las sensaciones que tensan y obligan a pensar-crear. Un tipo de rigor que es estético, pero es también e indisociablemente ético: estético, porque vuelve sensible a aquello que los afectos del mundo en el cuerpo anuncian; ético, porque implica hacerse cargo de las exigencias de la vida para mantenerse en proceso. En ese sentido, cuanto más preciso y sintónico es su lenguaje, más vigorosa es su cualidad intensiva y mayor su poder de seducción, y es eso lo que le otorga una energía de influencia efectiva en los ambientes por los cuales circula. Al alcanzar este grado de rigor, el arte se convierte en una especie de medicina: la experiencia que promueve es capaz de intervenir en el proceso de subjetivación de aquéllos que se acercan a él, precisamente en el punto en el que el deseo tiende a volverse cautivo y a despotencializarse. Cuando esto sucede, se reanima el ejercicio del pensamiento y se activan otras formas de percepción, pero también y por sobre todo, de invención y de expresión. Se delinean nuevas políticas del deseo y de su relación con el mundo, es decir, nuevos diagramas del inconsciente en el campo social que se actualizan en reconfiguraciones de la cartografía vigente. En definitiva, se trata de un rigor vital que se mueve a contracorriente de las fuerzas que dibujan mapas cuya tendencia es mutilar la vida en su propio meollo, y que consiste, como hemos visto, en su insistencia en reciclarse en la creación permanente del mundo.

Por ende, el carácter político específico de las prácticas artísticas a las cuales nos abocamos aquí reside en aquello que pueden suscitar en los medios que son afectados por ellas. Y no se trata en este caso tan sólo de la conciencia de las tensiones (su cara extensiva, representacional, macropolítica), sino fundamentalmente de la experiencia de este estado de cosas en el propio cuerpo y de los afectos movilizados por las fuerzas que lo componen (su cara intensiva, inconsciente, micropolítica).

Se gana así en precisión de foco, el cual en cambio se enturbia cuando todo lo relativo a la vida social en el arte se vuelve a reducir exclusivamente a un abordaje macropolítico, el cual, como hemos visto, tiene a estimularse en situaciones signadas por la opresión por parte del Estado y/o por la vigencia de una exacerbada desigualdad social. Tal fue el caso de ciertas prácticas artísticas durante las mismas décadas de 1960 y 1970 en Sudamérica, como así también de ciertas prácticas contemporáneas, principalmente a partir de los años 1990 (y no sólo en este continente). A estas prácticas artísticas, y solamente a éstas, podría efectivamente calificárselas como “políticas” o “ideológicas”.

Es en este punto que se sitúa el desafortunado equívoco cometido por la historia (oficial) del arte, cuya narrativa pasó de largo de la esencia de las acciones aquí privilegiadas: al incidir potencialmente sobre la naturaleza afectivo-vibrátil de la subjetividad y no solamente sobre su conciencia, dichas acciones bosquejaron la superación de la escisión entre lo poético y lo político. Una escisión que se actualiza en el conflicto entre la figura clásica del artista, destituido de la dimensión micropolítica propia de su práctica y la del militante, destituido de la dimensión estética de su subjetividad y disociado del cuerpo como brújula vital en su interpretación del mundo y en las acciones que de ello resultan. Este conflicto extirpa del arte la energía micropolítica que le es inmanente y crea la figura del artista militante, cuyas acciones operan en el plano macropolítico, desde donde se rotula como formalistas a las acciones artísticas que no abordan directa y literalmente ese plano. Si bien es cierto que ese bosquejo de superación ya estaba presente en las vanguardias artísticas de comienzos del siglo XX, y que el mismo avanza y se disemina a lo largo de la primera mitad del siglo, y más intensamente en la posguerra, durante las décadas del 1960 y 1970 la activación de la micropolítica hace eclosión como un vasto movimiento en el arte, el cual incide en la cultura en el sentido amplio del término que se extiende a los modos de existencia. Éstos se transmutan irreversiblemente durante dicho período, cuando la excepción del arte se mostró más fuerte que las reglas de la cultura. De allí que se le haya dado el nombre de “contracultura”iii a este movimiento. Es ésta la reactivación que, al sufrir el golpe micropolítico de las dictaduras, tendió a retraerse nuevamente en el silencio de su represión.

 

La represión colonial

Para que esta radiografía se vuelva más precisa, resulta indispensable recordar que la articulación entre lo poético y lo político tampoco tiene su inicio con las vanguardias históricas; la misma proviene a decir verdad de mucho más lejos en el tiempo. Podríamos incluso afirmar que dicha articulación constituye uno de los aspectos fundamentales de la política de cognición que, de diferentes modos, caracterizaba a buena parte de las culturas dominadas por la modernidad fundada por Europa Occidental. Un régimen cultural que, tal como sabemos, es inseparable de sus corolarios en el campo de la economía (el régimen capitalista) y también en el campo del deseo (el régimen del individuo moderno, origen de la subjetividad burguesa, cuya estructura psíquica Freud circunscribió bajo la denominación de “neurosis”). Recordemos también que esta modalidad cultural se le impuso al mundo como paradigma universal por medio de la colonización, cuyo blanco no fueron solamente los otros tres continentes (América, África y Asia), sino también las diferentes culturas sofocadas en el interior del propio continente europeo.

Entre estas últimas, hagamos hincapié en las culturas mediterráneas, que nos atañen más directamente, en especial, la cultura árabe-judía, que predominaba en la Península Ibérica antes de las navegaciones intercontinentales que resultaron en la colonización. Como es sabido, a partir de ese período, los practicantes de esa cultura sufrieron la violencia de la Inquisición, lo que llevo muchos de ellos a refugiarse en el Nuevo Mundo que, en ese entonces, se empezaba a construir en la América Ibéricaiv. Ahora bien, dicha violencia se perpetró en el transcurso de los mismos tres siglos que África sufrió la violencia de la esclavitud, y las culturas indígenas americanas la violencia de su cuasi extinción. Un triple trauma fundacional de algunos países latinoamericanos, entre los cuales se ubica Brasil. Pero la cosa no se detiene por ahí: las formas de violencia que caracterizaron a la  época colonial dejaron marcas activas en la memoria de los cuerpos de las sociedades americanas post Independencia, empezando por los arraigados prejuicios de clase y de raza. Remanentes de la política de deseo colonial-esclavista, dichos prejuicios generaron y siguen generando la peor de las humillaciones y constituyen probablemente uno de los traumas más graves y difíciles de superar, debido a la permanencia del estigma y su incesante reiteración en la vida social. Reforzando y prolongando este proceso, otros males en el plano macropolítico, tales como la miseria, la exclusión social, el dominio externo y los regímenes autoritarios, se fueron mezclando con los anteriores, lo que en el plano micropolítico ha agravado los traumas preexistentes y ha creado nuevos en el transcurso de la historia y aún hoy en día. Podemos entonces suponer que la represión de la articulación inmanente entre lo poético y lo político tiene su inicio con la propia instalación de la modernidad occidental, y culmina en los días actuales con la política de cognición del capitalismo financiero transnacional, habiendo pasado por las dictaduras en el caso del Cono Sur. Me arriesgo a decir que, desde el punto de vista micropolítico, esta operación desempeña un rol central en la fundación de esta cultura y en su imposición al mundo, a punto tal que propongo denominarla “represión colonial”. Si leemos la colonización desde esta perspectiva, constatamos que quizás éste haya sido su dispositivo más eficazv.

Vale la pena retomar la descripción de la política de cognición que la represión colonial tiene como objeto, ahora ubicado en el marco del horizonte histórico. Tres aspectos la caracterizan: el vigor de la vibratibilidad del cuerpo ante las fuerzas que se agitan en el plano intensivo (la experiencia estética del mundo); la sensación movilizada por la tensión de la dinámica paradójica entre esta experiencia y la de la percepción, y la potencia del pensamiento-creación que se activa cuando dicha tensión alcanza un cierto umbral. El objeto de la represión es precisamente esa fuerza de la imaginación creadora y su capacidad de resistencia al deseo de conservación de las formas de vivir conocidas, deseo signado por una política que consiste en adoptar el ejercicio de la percepción como la vía exclusiva de conocimiento del mundo. La operación de represión hace que la subjetividad ya no logre sostenerse en la referida tensión, el motor de la máquina del pensamiento que produce las acciones en las cuales la realidad se reinventa. En definitiva, el objeto de esta represión es el propio cuerpo y la posibilidad de encarnarlo, de lo que depende su poder de escucha del diagrama de fuerzas del presente, como principal brújula para el ejercicio de la producción cognitiva y su interferencia en el mundo: una brújula cuya función no consiste en ubicarnos en el espacio visible, sino en lo invisible de los estados de pulsación vital. La activación de esta aptitud del cuerpo que fue reprimida por la modernidad instaurada por Europa Occidental constituye una dimensión esencial de cualquier acción poético-política. Sin ello, no se hacen sino variaciones alrededor de los modos de producción de subjetividad y de cognición que nos fundan como colonias de Europa Occidental, condición de la cual precisamente pretendemos apartarnos.

Dicha represión se opera mediante complejos procedimientos que se diferencian en el transcurso de la historia. Quedémonos tan sólo en las experiencias más recientes, aquéllas que estamos examinando aquí. En los regímenes totalitarios, como hemos visto, el ejercicio del pensamiento se ve concretamente impedido y termina por inhibirse, bajo los efectos del miedo y de la humillación. En cambio, en el capitalismo financiero, la operación de represión es mucho más refinada: no se trata ya de impedir este ejercicio, ni tampoco de anhelar su parcial o total inhibición. Al contrario: se trata de incitarlo e incluso de festejarlo, pero para ponerlo al servicio de los intereses puramente económicos del régimen, destituyéndolo así de la fuerza disruptiva inmanente a su poética. Es por eso que muchos pensadores contemporáneos consideran que es de la fuerza de trabajo del pensamiento-creación que el capitalismo contemporáneo extrae su principal fuente de energía; de allí que lo hayan calificado como “capitalismo cultural”, “cognitivo” o “informacional”, una idea que se ha vuelto moneda corriente.

Este régimen moviliza la fragilidad que provoca la tensión entre los dos vectores de la experiencia del mundo, y en ella se inscribe, mediante la promesa de un apaciguamiento instantáneo. El deseo de enfrentar esta presión y la energía de creación que la misma moviliza tienden a ser canalizados exclusivamente hacia el mercado. Esto se opera por diversos medios, entre los cuales el más obvio es la incitación de la subjetividad a una caza de imágenes de formas de vivir prêt-à-porter que pueblan la cultura de masas y la publicidad, incansablemente difundidas por los medios de comunicación, que ofertan una variadísima gama de posibilidades para identificarse. En ella se incluyen ofertas específicas de cultura de lujo igualmente homogeneizadas. En esta categoría ocupan una posición privilegiada ciertos Museos de Arte Contemporáneo y sus ostentosas arquitecturas, así como también la proliferación de bienales por todas partes, un fenómeno al cual el pensamiento crítico le ha dado el nombre de  «bienalización» del planeta. Ambos funcionan actualmente como dispositivos de turismo cultural de las clases medias altas y las elites, en las cuales se forja una lengua internacional común clasificada como “alta cultura”, compuesta por algunas palabras y floreos de la retórica del momento, algunos nombres de artistas y curadores meteóricamente celebrados por los medios de comunicación y un cierto “estilo” de comportamiento que comprende griffes de moda, diseño, gastronomía, etc. El deseo es capturado por algunas de esas imágenes que selecciona y, mediante un proceso de identificación simbiótica con las mismas, se desencadena una compulsión de consumo de los productos asociados a éstas, con el objetivo de realizar el mundo que proponen en nuestras existencias, ilusionados por la promesa de admisión en una especie de paraíso terrenal. Lo que atrae el deseo y hace que éste se deje capturar por esa dinámica es el espejismo de ser reconocidos y reconocernos en alguna de las mise en scènes que ofrece el menú del día. El objetivo es librarnos de la angustiante sensación de vaciamiento de uno mismo y recuperar nuestro valor social supuestamente perdido, como por arte de magia. Sin embargo, el mantenimiento de esta ilusión tiene su precio: con la instrumentalización del deseo, se pierde el olfato para husmear la pulsación vital y sus trabas, y nuestra capacidad de invención se desvía de su foco primordial, que consiste en abrir nuevos caminos para que la vida vuelva a fluir cuando esto se hace necesario.

 

El retorno de lo reprimido y la archivomanía

Con todo, existe una contrapartida: no es solamente el trauma de la articulación entre lo poético y lo político causante de su represión lo que se encuentra inscrito en la memoria de los cuerpos que habitan las regiones bajo dominio de la cultura dominante, sino también la memoria de la vivencia de la referida articulación, que queda a la espera de hallar las condiciones como para reactivarse y escapar de su confinamiento. Éstas se presentan en ciertos tipos de situaciones sociales que favorecen la neutralización de los efectos patológicos de su trauma en la conducción de la existencia y de sus destinos.

Pues bien, una situación de este tipo se plantea en la propia vivencia del estado de cosas en la actualidad. El destino de la proliferación de imágenes-mundos que aparecen y desaparecen sin cesar a una velocidad vertiginosa, promovida por el desarrollo de las tecnologías de la comunicación, no es únicamente la instrumentalización de nuestras fuerzas subjetivas por parte del mercado. Si le añadimos a ello la polifonía de culturas que puede oírse y vivenciarse a toda hora y en cualquier punto del planeta, veremos que su efecto es también el de hacer imposible que un repertorio, sea cual sea, mantenga un poder estable, ni mucho menos absoluto. Esta imposibilidad es una de las causas de la ruptura de la fascinación y la seducción ejercidas por la modernidad europea y norteamericana, ahora en su versión neoliberal, que viene sucediendo en las últimas décadas, tal como se evocó al comienzo de este texto. No estamos más en un momento de oposición y resentimiento, ni de su contracara: la identificación y el pedido de reconocimiento, es decir, la demanda de amor, que en este caso es el síntoma de una subjetividad humillada que idealiza al opresor y depende de su deseo perverso. El movimiento actual consiste precisamente en los mayores o menores desplazamientos del lugar de humillación y de la consiguiente sumisión al opresor, en busca de activar lo que fue reprimido en nuestros cuerpos.

Sería estúpido pensar que el objetivo de esta vuelta al pasado es “rescatar” una supuesta esencia perdida que se encontraría en las formas de existencia africanas, indígenas o mediterráneas anteriores al siglo XV, o en la inflexión contracultural de los años 1960-1970. Dicho movimiento se caracterizó precisamente por esta tendencia a idealizar un supuesto origen perdido, lo que llevó a parte de la generación que lo creó a una especie de caza del tesoro en esas regiones, como si su pasado estuviese allí resguardado en “estado puro” y pudiese ser “revelado”. En lugar de ello, el objeto de la reconexión con ese pasado es ahora el ejercicio de la ética del deseo y del conocimiento que regía en aquellas culturas y en sus actualizaciones: velar por la preservación de la vida, que depende de la factibilidad de la experiencia estética, para escuchar sus movimientos y adoptarlos como balizas en la orientación de la existencia; una ética que, dicho sea de paso, se encuentra hoy igualmente reprimida en aquellas regiones. Ahora bien, la reconexión con este ejercicio no pasa por la reproducción de las formas que esta ética habría engendrado en el pasado, sino por la activación, en el actual contexto, de la propia ética en cuestión para reorientar las reinvenciones de la cartografía del presente, a contramano de las operaciones que reiteran su represión.

Es precisamente en este contexto que irrumpe una voluntad ineludible de revolver los archivos existentes o de constituir nuevos a partir de los rastros de las prácticas artísticas realizadas en América del Sur en los años 1960-1970, una voluntad que se disemina como una verdadera epidemia. Sucede que, con las dictaduras, la experiencia de la fusión de la fuerza poética y la fuerza política vivenciada en estas prácticas había quedado encapsulada en la memoria de nuestros cuerpos bajo un manto de olvido; solamente lográbamos llegar a ella en la exterioridad de las formas en que se plasmaba, y aun así, fragmentariamente. Su potencia disruptiva –y lo que ésta desató y podría seguir desatando en su entorno–, como hemos visto, quedó enterrada bajo el efecto del trauma que le causaron los gobiernos militares, a lo que le siguió su reanimación perversa por parte del capitalismo cognitivo que los sucedió.

 

El equívoco tóxico de la historia (oficial) del arte

Pues bien, éste es el aspecto crucial de la producción artística de los años 1960-1970 en el continente que parece habérsele escapado a la historia del arte. Aunque mantengamos esa producción bajo el paraguas del “conceptualismo“, es inaceptable rotularlo a éste como “ideológico” o “político” para caracterizar a la peculiaridad que la misma habría introducido en esta categoría, peculiaridad que en la práctica ha ampliado sus límites y transformado potencialmente sus contornos. Sucede que, si bien encontramos efectivamente en estas propuestas un germen de integración entre lo político y lo poético, vivenciado y actualizado en acciones artísticas, como así también en los modos de existencia que se crearon durante el mismo período, dicho germen era empero aún frágil e innombrable en ese entonces. Ahora bien, el tacharlo de “ideológico” o “político” es un síntoma de la denegación de la excepción que esta experiencia artística radicalmente nueva introdujo en la cultura y el estado de extrañamiento que esto produjo en las subjetividades. La estrategia defensiva es sencilla: si lo que allí experimentamos no es reconocible en el dominio del arte, entonces, para protegernos de ese ruido molesto, lo encasillamos en el dominio de la macropolítica y todo vuelve a su lugar. Se deniega la dimensión micropolítica inmanente al arte, se aborta el germen de su activación, y junto con él, también aquello que está por venir, que en el mejor de los casos queda incubado.

La gravedad de esta operación es innegable si recordamos que el estado de extrañamiento que la excepción del arte instaura constituye una experiencia crucial, ya que resulta de la reverberación de la multiplicidad plástica de fuerzas del mundo en nuestros cuerpos, captadas por su capacidad vibrátil. Un espacio de alteridad que se instala en la subjetividad, la desestabiliza, la inquieta y le exige un trabajo de recreación de sus contornos y del mapa de sus conexiones como condición para alcanzar un nuevo equilibrio. El hecho de soslayarlo implica el bloqueo de la vida pensante que da impulso a las acciones artísticas y de la cual depende su influencia potencial en las formas del presente. Es precisamente dicha denegación el elemento tóxico contenido en las tristes categorías establecidas por la historia del arte para interpretar las propuestas artísticas en cuestión; ésta es la fuerza reactiva que el síntoma de su equívoco revela, al tiempo que nos suministra la pista del objeto al que apunta.

En este estado de cosas, urge activar la articulación intrínseca entre lo poético y lo político y la fuerza de afirmación de la vida que depende de ella. Ésta es la condición para que el deseo se libre de su debilitamiento defensivo, de manera tal de hacer factible la expansión vital en función de la experiencia vivida por el cuerpo vibrátil en el tiempo presente. He allí el contexto que, de diferentes maneras, desencadena una serie de iniciativas generadas por el fervor de investigar, crear, exponer y/o poseer archivos que ha tomado el territorio del arte.

Sin embargo, esta misma situación moviliza igualmente una política del deseo diametralmente opuesta: en el preciso momento en que dichas iniciativas reaparecen, y antes de que hayan vuelto a respirar los gérmenes de futuro que traían incubados, el sistema global del arte las incorpora, para transformarlas en fetichizados expolios de una guerra cognitiva disputados por los grandes museos y coleccionistas de Europa Occidental y Estados Unidos. Dicha operación tiene el poder de devolver a esos gérmenes a la penumbra del olvido; y esto hace de ella un eficiente dispositivo del capitalismo cognitivo. Como sugiere Godard, «es de la regla querer la muerte de la excepción». Si el movimiento de pensamiento crítico que se dio intensamente en los años 1960-1970 en América Latina fue brutalmente interrumpido por los gobiernos militares, en el preciso momento en que su memoria empieza a reactivarse, este proceso se ve nuevamente interrumpido, y ahora con el refinamiento glamouroso y seductor del mercado del arte, cuando sus intereses cobran demasiado poder sobre la creación artística y tienden a ignorar sus poéticas pensantes. Una operación muy distinta de los groseros y atroces procedimientos ejercidos contra la producción artística por los gobiernos dictatoriales. Un nuevo capítulo de la historia, mucho menos poscolonial de lo que nos gustaría…

He aquí que la política de producción de archivos y la necesidad de distinguir sus múltiples modalidades cobran relevancia. El desafío de las iniciativas que pretenden desobstruir el acceso indispensable a los gérmenes de futuros, soterrados en las poéticas que toman como objeto, consiste en activar su contundencia crítica, para crear así las condiciones de una experiencia de igual calibre en el enfrentamiento de las cuestiones que se plantean en la contemporaneidad. Es así como la fuerza crítico-poética de dichos archivos puede sumarse a las fuerzas de creación que aparecen en nuestra actualidad, ampliando su poder en el combate contra los efectos de la vacuna toxica del capitalismo cultural que neutraliza al virus del arte, lo que contribuye a que la misma tienda a funcionar únicamente a favor de sus designios. Una operación que no incide únicamente en el ámbito del arte, pero que en este campo específico se da a través del mercado y, tal como se evocó anteriormente, incluye entre sus principales dispositivos a muchos museos de arte contemporáneo y a la proliferación de bienales y ferias de arte.vi

Resulta obvio que no se trata de demonizar al mercado, ni al coleccionismo ni a las galerías que le son inherentes, pues los artistas deben tener una remuneración por sus trabajos, y los coleccionadores no tienen por qué privarse del deseo de convivir con obras de arte; ni mucho menos se trata de demonizar a los museos en sus importantes funciones de constituir archivos de las producciones artísticas, velar por su preservación y ponerlas a disposición del público. El mercado y los museos no constituyen una extraterritorialidad del arte, sino que son parte integrante de su dinámica. La vida no puede regirse por una moral maniqueísta que divide a las actividades humanas en buenas y malas; lo que cuenta es el combate entre fuerzas activas y reactivas en cada campo de actividad, en los diferentes tiempos y contextos que lo atraviesan. Así también es en el territorio del arte: es en las fuerzas que lo rigen en cada momento, en toda su compleja transversalidad, y no en un supuesto territorio imaginario idealizado, donde deben pensarse las producciones artísticas, críticas, curatoriales, museológicas y archivistas, cuando son instigadas por el deseo de inscribir la excepción del arte en la cultura globalizada, contribuyendo así a preservar el ejercicio del “arte de vivir” en su trazado polifónico.

Si hubo un logro micropolítico significativo luego de los movimientos de los años 1960-1970 que nos aparta de aquel período, éste reside precisamente en la posibilidad de abandonar los antiguos sueños románticos de “soluciones finales”, ya sean utópicas o distópicas, que siempre han desembocado en regímenes totalitarios. Ahora bien, el proceso de reactivación de la potencia vibrátil de nuestro cuerpo actualmente en curso, pese a estar aún en sus albores, nos permite entrever que no existe otro mundo sino éste, y que es desde dentro de sus impasses que otros mundos pueden estar inventándose en cada momento de la experiencia humana. Éste es el esfuerzo del trabajo del pensamiento: ya sea que se plantee en el arte o en otros lenguajes, su tarea es la composición de cartografías, que se dibujan al mismo tiempo que cobran cuerpo nuevos territorios existenciales, mientras otros se deshacen.

Pero no seamos ingenuos: nada asegura que el virus crítico-poético que los mencionados gérmenes portan se propague efectivamente como una epidemia planetaria; ni siquiera el virus transmisible que porta cualquier obra de nuestro tiempo, por más poderosa que sea. Siempre existirá la cultura que es la regla y el arte que es la excepción. Lo que “puede” el arte es arrojar el virus de lo poético en el aire. Y eso no es poco en el embate entre distintos tipos de fuerzas, cuyo resultado son las formas siempre provisorias de la realidad, en su interminable construcción.

 

© Suely Rolnik

 

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