Conferencias
David Mateo

El arte cubano y las paradojas del mercado

 

44° Congreso AICA, Asunción, Paraguay, 19.10.11

 

 

 

 

Las dos últimas décadas han traído cambios importantes para el contexto de las artes plásticas en Cuba. El interés internacional en el arte cubano hacia finales de la década del 80 y la apertura que se generó a partir de la fuerte crisis económica que vivió el país a inicios de los 90, introdujeron el tema del mercado del arte. Para nosotros era un fenómeno aparentemente nuevo, fue incluso en un período dado de nuestra historia, un tema casi irreconciliable con las concepciones políticas y culturales del proyecto social. Y digo aparentemente nuevo, porque siempre ha existido en Cuba un mercado del arte subrepticio, furtivo, sostenido por unos pocos coleccionistas y comerciantes residentes en el país y en el extranjero, solo que un momento coyuntural el estado se vio en la necesidad de reconocerlos, de lidiar de manera abierta con ellos y con el fenómeno que representan.

El mercado del arte fue una opción necesaria, ineludible para Cuba en un momento de profunda crisis económica. Desde finales de la década del ochenta el estado estimuló algunas iniciativas de inserción en el ámbito internacional, fundamentalmente a través de una institución denominada Fondo Cubano de Bienes Culturales. Pero fueron los artistas, de manera independiente, favorecidos por la descentralización que compulsó la crisis económica de los años noventa, quienes primero comenzaron a mostrar una dinámica y efectividad en el ámbito mercantil. Por esa fecha se establecieron vínculos muy estrechos con galeristas o coleccionistas radicados en países como México, Panamá, Venezuela, República Dominicana y Estados Unidos, entre los que sobresalieron por su gestión y capacidad de acaparamiento Nina Menocal y Ramis Barquet. Específicamente a través de la figura de Nina Menocal varios artistas cubanos, algunos de ellos conocidos hoy internacionalmente, lograron dar a conocer sus obras más allá de las fronteras nacionales. Esos vínculos se fortalecieron como resultado del éxodo que protagonizó una parte significativa de los artistas cubanos en el periodo de transición entre los años ochenta y noventa. Coleccionistas como el alemán Peter Lugwig, los norteamericanos Alex Rosemberg y Sandra Levinson, vinieron a sumarse a ese proceso de inserción en el mercado con el respaldo de las instituciones y el Ministerio de Cultura, supeditados esencialmente a las expectativas del denominado arte conceptual. Pero hay que aclarar que en un primer momento fueron los propios coleccionistas, sus asesores o curadores adjuntos, quienes trazaron el rumbo de los intereses, las estrategias de precios, los procedimientos de compra, y no los artistas o el estado cubano.

El sector institucional trató de moderar a toda costa la lentitud de su inserción en el mercado internacional y de compensar la gestión por cuenta propia emprendida por los artistas, y lo hizo de una manera extremadamente fácil, conveniente: priorizando la promoción de la obra de artistas reconocidos dentro del contexto nacional, creadores que se habían legitimado como figuras representativas del sistema político y cultural cubano, algunos de los cuales habían tenido ciertos privilegios dentro de la gestión del Fondo Cubano de Bienes Culturales en los años ochenta, me refiero, por ejemplo, a creadores como Nelson Domínguez, Roberto Fabelo, Pedro Pablo Oliva, Zaida del Río, Manuel Mendive, Flora Fong, entre otros. Pero con ellos no se alcanzaron resultados con la celeridad que se esperaba. Mientras artistas como José Bedia y Tomás Sánchez, figuras representativas de la gestión individual en esa época, emigraban de Cuba y recorrían de manera escalonada y rápida circuitos relevantes de promoción y mercado, alcanzando precios elevados, comparables a veces con los de figuras desaparecidas de la llamada “modernidad o vanguardia cubana”, solo los dos artistas aún radicados en la isla y pertenecientes a esa nómina del Fondo Cubano de Bienes Culturales: Pedro Pablo Oliva y Nelson Domínguez lograban introducir sus obras hacia principios del noventa en la subasta Christies, con cotizaciones bastante discretas, casi intrascendentes. El hecho incluso de que ellos y otros artistas contemporáneos, pertenecientes básicamente a la generación del setenta, sean hoy de los pocos creadores que posean galerías arrendadas en espacios urbanos céntricos y de alta concurrencia del turismo, es un indicio de esa voluntad de respaldo gubernamental de que fueron objeto en un momento inicial. El Estado cubano pensaba que esta iniciativa de inserción en el mercado iba a crear toda una resonancia alrededor de los maestros de la plástica cubana, y al no ser así, trató entonces de atraer a los artistas más jóvenes dedicados al arte conceptual que se estaban promoviendo por vía individual y que mantenían una presencia activa en el mundo visual cubano, como por ejemplo Carlos Garaicoa, Esterio Segura, Roberto Diago, Sandra Ramos, el Grupo Los Carpinteros, Carlos Quintana, Agustín Bejarano, Joan Capote, Rigoberto Mena, entre otros, y junto a ellos fue reforzando gradualmente el trabajo con algunas figuras de los sesenta, setenta y ochenta, en la medida que comenzaban a llamar la atención en determinados circuitos internacionales y a alcanzar resultados económicos.

Con la llegada del mercado, también algunos funcionarios pensaron que las instituciones que existían no tenían una infraestructura legal y un mecanismo lo suficientemente operativo como para lograr interactuar con él. Fue así como surgió el proyecto Génesis Galerías de Arte, que es la empresa que actualmente dirige toda la gestión comercial en Cuba a nivel oficial. Esta fue una iniciativa liderada por el Consejo Nacional de las Artes Plásticas –una especie de viceministerio que controla a las instituciones y rige las políticas culturales dentro de las artes plásticas cubanas- pero su implementación tuvo un carácter rudimentario, poco objetivo. Génesis Galerías de Arte fue concebida para acortar la distancia entre la gestión privada y la gubernamental, y de compensar en cierto modo la fuga de obras y capital que se estaban experimentando de forma generalizada. Desde mi punto de vista, Génesis Galerías de Arte trajo consigo una estructura de supervisión y control demasiado compleja, ambigua. Promovió a nuevos directivos por sobre otros ya existentes, creo mecanismos controladores que coartaron la funcionalidad de otros ya creados, todo lo cual vino a perjudicar la capacidad de gestión comercial y la autonomía de las galerías históricas en Cuba, a disminuir su nivel de convocatoria e iniciativa. En varias oportunidades afirmé públicamente que el Consejo Nacional de las Artes Plásticas no debió nunca haber creado un proyecto como Génesis Galerías, con una marcada estrategia intervencionista, acaparadora. Lo que se debió haber hecho era haber flexibilizado, descentralizado aún más los mecanismos de gestión de nuestras galerías tradicionales, haberles otorgado mayor apoyo económico y responsabilidad, estimular el trabajo de sus especialistas haciéndolos partícipes de los beneficios económicos, reforzar sus perfiles por medio de potestades legales, y readecuar sus estrategias y procedimientos a las nuevas circunstancias del mercado.

Galería Habana, por ejemplo, siempre fue un espacio en el que el arte joven se legitimaba, al que se arribaba con enormes expectativas después de una progresión natural, espontánea, y debió seguir siendo así, no él espacio excluyente, y un tanto elitista que es hoy. Es cierto que en ella se han obtenido éxitos comerciales, es incluso la galería que más dinero tributa a las cuentas del Ministerio de Cultura, pero en ella hay muy poco margen para el riesgo y la apuesta por nuevos valores, por artistas con obras renovadoras y sin un centavo en el bolsillo. Es la única galería en Cuba que posee todas las potestades para participar en las grandes ferias y bienales que se desarrollan en el mundo.

Galería La Acacia es otra institución que estuvo destinada siempre a artistas más consagrados, y ahora es una mezcla de autores, generaciones, y estilos… Ni hablar de otros espacios que antes contaban con una magnífica reputación y asistencia de público, en los que se protagonizaron hechos significativos en la historia de la plástica cubana durante los años setenta y ochenta, y hoy son apenas visitados o nombrados, como la Sala Talía de la Universidad de La Habana o la galería Galeano ubicada en el mismo centro de la capital. Ese ha sido uno de nuestros errores a nivel de políticas culturales: solemos crear nuevos mecanismos, generamos nuevos puestos, nuevas figuras, y no perfeccionamos y ampliamos los márgenes de flexibilidad de lo que tenemos y ha dado evidencias de que puede ser efectivo. La lógica, el sentido común, indica que lo que ya existe y ha demostrado que es eficaz hay que darle valor, consolidarlo. La realidad es que algunas instituciones importantes y algunos funcionarios cubanos de alto rango han actuado con absoluta indiferencias a las observaciones y reclamos de la crítica en este sentido.

Como resultado de la pérdida de perfiles y potestades que hoy viven las galerías cubanas, se aprecia un nivel de reiteración de artistas y proyectos en todo el complejo galerístico. Muchas veces ocurre que un mismo artista –casi siempre exitoso comercialmente- tiene acaparado durante el año varios espacios importantes del sistema promocional, y cuando un artista joven graduado de escuela o empírico intenta sugerir algún proyecto nuevo, interesante, entonces se topa con una programación cerrada, acaparada de antemano por figuras conocidas y rentables. Eso sin contar que en Cuba –como no existen galerías privadas- si un artista no está inscrito en lo que se conoce estatalmente como Registro del creador, no tiene derecho a incluir sus obras en galerías y hacer convenios de promoción y comercialización con ella. Llegan a las galerías y sencillamente les dicen que hasta que no estén incluidos en el registro no pueden valorar sus obras… Suele suceder también que galerías o espacios improvisados, sin mucho o ningún crédito dentro del sistema promocional cubano, son capaces de organizar muestras con un alto presupuesto dedicado a montaje, catálogos, brindis y publicidad, porque cuentan con un auspicio que no poseen las galerías estatales de mayor reputación.

Hace unos 20 o 25 años existía en Cuba un recorrido promocional en escala que el artista debía transitar de manera natural. Había sitios importantes en el país que el artista tenía que conquistar para que su obra se diera a conocer y se legitimara. Si era una obra conceptual, el Centro de Desarrollo de las Artes Visuales era un lugar imprescindible, porque había en él investigadores que generaban alrededor del artista y su obra una serie de reflexiones y curadurías que los favorecían. Estaba el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam que constituía la máxima aspiración de todo artista cubano, el cual organizaba la Bienal de La Habana, un espacio legitimador, consagrador, y al que le deben todavía muchos artistas plásticos en Cuba.

Ese recorrido escalonado, de niveles, se ha perdido por completo. Porque como casi todos los espacios del estado están enfrentados a la contingencia de la venta, el artista puede saltar todos esos niveles de ascenso y legitimación y alcanzar un estadio promocional que a veces resulta ambiguo o falso. Ahora, en estas nuevas circunstancias, hay artistas que han logrado legitimar su obra por los valores conceptuales y técnicos que encierra, pero hay otros que lo han conseguido solo por el capital que su obra ha sido capaz de acaparar, en círculos incluso no especializados, entre compradores no entendidos en arte o de una rancia consideración estética. Vemos converger en un mismo espacio a artistas que son genuinos, auténticos, que han vendido muy bien, y a artistas que no lo son tanto, pero que tienen suficiente dinero y que al Estado le interesa tener en su nómina porque constituyen una garantía económica. No hay incluso un parámetro estable, un sistema homogéneo de precios que contribuya a sopesar el comportamiento de las compras y ventas en la red de galerías cubanas o en los estudios particulares de artistas. Las cifras bajan y suben con celeridad pasmosa, los artistas llegan a la cúspide de un valor determinado y luego caen en picada según sean las circunstancias y necesidades. Un artista consagrado puede verse obligado a vender su obra a precios irrisorios y uno desconocido puede alcanzar de súbito cifras inimaginables, todo depende del comprador y la circunstancia… El mercado nos tocó a la puerta, penetró nuestro patético aislamiento, nuestra ilusoria privacidad, pero no hemos sido capaces de asimilarlo bien, de estructurar sistemas auténticos, verdaderamente prácticos, que se adapten a esa nueva situación de correspondencias. Y los artistas, el público y el espectador están siendo los mayores perjudicados con esa circunstancia.

Recuerdo que a principios de la década del 90 el artista Ernesto Leal y yo hicimos una encuesta muy amplia entre creadores y especialistas relacionadas con el mercado, que pretendíamos publicar en la revista manufacturada Loquevenga, que ambos también editábamos. En aquel entonces se mencionaban problemas que todavía hoy existen. Por ejemplo, se afirmaba que las galerías no estaban en condiciones de ofrecer garantías a los artistas en materia promocional dentro y fuera de Cuba, no tenían buenos montajes e iluminación, no podían desarrollar catálogos bien diseñados e impresos, hacer publicidad en los medios, encargar críticas complementarias… A veces la galería y los proyectos institucionales cubanos creen, ilusoriamente, que la aproximación de los artistas hacia ellos, o el mantenimiento de algunos de ellos en el trabajo que generan, es parte de una voluntad del todo objetiva y sistemática, cuando realmente de lo que se trata es de una estrategia personal, una maniobra un tanto simuladora con relación al espacio y su capacidad oficial de aceptación y movilización.

O sea, es el artista el que está marcando hoy –con no poca suspicacia- las pautas de la promoción comercial en Cuba. Es quien está forzando a la institución a que se supedite a sus propuestas, a sus contactos, y no al revés. Las instituciones sencillamente se están reacomodando a esa intención, sin generar iniciativas propias, sin apostar por lo nuevo, por lo renovador.

Este tema introduce el problema también del encarecimiento de la producción del arte contemporáneo. En nuestro país no existe un programa de becas o ayudas económicas para el financiamiento del arte, además de que nuestro retraso tecnológico es innegable. Las galerías, los centros de exposición, incluso el Museo Nacional de Bellas Artes, no disponen de un presupuesto para la promoción de las obras, para la edición de catálogos, y muchas veces tampoco la infraestructura necesaria para sus funciones elementales de servicio.

Las alternativas más utilizadas por los artistas cubanos en la actualidad para poder viabilizar sus proyectos son: la inversión personal, el patrocinio de instituciones internacionales como fundaciones, bancos, empresas, centros de arte. También existe el auspicio de firmas o agencias extranjeras radicadas en el país. Muchas de ellas, aunque con pequeños montos, han estado apoyando proyectos de muestras colectivas e individuales, aunque esta opción está siendo desautorizada por el estado y podría desaparecer en breve tiempo. El canje de obras por impresiones o recursos para producir una exposición, es otra de esas opciones. La participación en concursos internacionales y becas de proyectos ha sido también una alternativa viable.

La Fundación Ludwig fue una de las mediadoras oficiales y efectivas para adentrarnos inicialmente en el mercado internacional, era un proyecto que vinculaba el capital extranjero con la gestión estatal. Pero, aún con todo el vuelo conceptual y la convocatoria que llegó a tener la Fundación, quien estaba detrás de ella, respaldándola financieramente, era Peter Ludwig, un coleccionista y comerciante Alemán de chocolate. Fue un coleccionista que vino a Cuba a comprar arte en el momento que Cuba necesitaba abrirse al mercado, e incluso, vino a comprar a precios bastante bajos. Ludwig había hecho ya una colección muy buena de arte ruso de la llamada Perestroika y se dio cuenta que había un ambiente de reflexión, debate e impugnación igualmente trascendente en la plástica cubana de los noventa.

Al Ministerio de Cultura cubano le pareció oportuno crear esta Fundación que, de manera muy suspicaz, ha dirigido hasta hoy día el historiador de arte Helmo Hernández. Todos sabemos que una institución se define, en buena medida, por la figura que la preside. Helmo propició una serie de actividades alrededor de la Fundación: encuentros, talleres, exposiciones. Pero el presupuesto económico con el que antes contaba desapareció con la muerte de Ludwig, y el alcance de su gestión mermó considerablemente, aunque no así su capacidad de convocatoria. La Fundación Ludwig continúa generando actividades, pero más vinculadas al ámbito teórico, a los talleres o coloquios, eventos que no necesitan mucho presupuesto para materializarse. Me parece que a la Fundación Ludwig le ha ido pasando un poco lo que al Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam, mermaron su capacidad de gestión y sustento económicos, a partir de la ausencia de presupuestos estatales y de auspicios foráneos.

Aunque el respaldo económico es cosa imprescindible, no siempre constituye el único motivo de compulsión. Yo sé lo que es hacer una Bienal porque me formé como promotor y crítico de arte en el Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam y trabajé en una de sus ediciones, la del año 1994. Al cabo del tiempo me he ido dando cuenta que Lliliam Yanes, su directora y fundadora, era una mujer con muchas influencias, muchos contactos nacionales e internacionales en los cuales se apoyaba para recabar ayuda financiera; y por supuesto con suficiente pujanza y mano dura para encaminar el trabajo del Centro. Se trataría de poner en esa institución y en otras de alcance similar a personas que reúnan esas características o similares y que tenga además un alto crédito intelectual. Pero la pregunta sería: ¿Cuántas de ellas estarían ahora en la disposición de ocupar cargos directivos en las instituciones cubanas, con la crisis de recursos, de nivel de operatividad y trascendencia real que están atravesando?

Hay una notable apatía en cuanto al vínculo de los artistas con el espacio institucional. Si los artistas comienzan a tener éxito fuera de Cuba y encuentran galerías, museos, firmas, entidades que viabilizan su vida y su trabajo, y la gestión estatal no tiene como contrarrestar esa situación, entonces, lógicamente, se empieza a experimentar un desinterés por interactuar con las instituciones.

Pero no sólo se está perdiendo el pensamiento, también las obras. Muchos artistas, por esos problemas de infraestructura y de producción que ya comentábamos, realizan y exponen sus piezas en el extranjero, obras que jamás llegan a exhibirse en el país. Algo que se agrava con la situación que experimenta hoy el Museo Nacional de Bellas Artes. Recuerdo que a raíz de su reapertura en el 2001, una de sus curadoras principales, quien tiene a su cargo la colección de arte contemporáneo, Corina Matamoros, comentaba acerca de la dificultad para hacer crecer la colección debido al aumento de los precios del arte contemporáneo, la competencia de los coleccionistas y galeristas extranjeros, y los escasos fondos con que cuenta el Museo.

Hay varios artistas cubanos que estarían dispuestos a hacer ciertas concesiones en sus precios con tal de que su obra esté presente en el Museo. Sé que hay muchos, incluso, que quisieran reconsiderar la obra patrimonial que poseen dentro de sus colecciones, adicionar otras piezas a las ya existentes, o renovar las que están porque no son del todo representativas de su trabajo.

Ahora, habría que ver cuál es el nivel de disposición de los especialistas del Museo para ir al estudio del artista a negociar compras con esas condiciones un tanto desfavorables, que algunos juzgan –no sin razón- como vergonzosas y de extrema caridad. Quizás deban forzar mucho más a la dirección de la institución o al Estado para que les acabe de asignar el capital necesario para estos menesteres. Pero el tiempo va pasando y es cierto que esas obras que el Museo no logra atesorar se van perdiendo. Ese acervo se está dispersando por el mundo, está yendo a parar a lugares insospechados, y esto hace que el público no pueda interactuar con él y con las concepciones o presupuestos que sustenta.

Hay un obstáculo de índole material, eso es innegable, pero también se trata de ser más arriesgados, más innovadores, más flexibles en nuestra capacidad de iniciativa para asimilar los tiempos que corren. Por ejemplo, pienso que el dilema fundamental del Centro de Arte Contemporáneo Wifredo Lam es de concepción. La Bienal de La Habana está pasando por un anquilosamiento en sus presupuestos curatoriales. Con un mínimo presupuesto, pero con ideas frescas, renovadoras, con otros temas, otras perspectivas para encarar las curadurías, se pudieran lograr Bienales de mejor calidad y trascendencia. Quizás no una Bienal de excelencia, pero al menos lúcida, representativa. Y, ¿de quién es la responsabilidad de que esto no suceda: del contexto, de la crisis económica, del mercado? Aparejado a esta crisis de infraestructura y de recursos, se está viviendo en las artes plásticas de mi país –a nivel institucional- una crisis de iniciativa, de improvisación.

Soy del criterio de que el Centro Wifredo Lam, La Bienal de La Habana, están en un momento en el que deberían revisarse sus postulados curatoriales, la manera de registrar con mayor objetividad los nuevos postulados teóricos, tendencias y anhelos que está viviendo el arte de las regiones del Tercer Mundo. También podría convocar, por ejemplo, como hacen otras entidades internacionalmente, a especialistas o curadores de crédito de Cuba o el extranjero. Eso podría dar un nuevo aire a las ediciones partiendo de temáticas específicas. Buscar especialistas con un vasto conocimiento de lo que ocurre a nivel internacional que le impriman nuevas ideas para el desarrollo y la confrontación del arte del llamado Tercer mundo. Pero conocemos que para muchos dirigentes o funcionarios del ámbito artístico cubano esa posibilidad es impensable, sería algo así como “pactar con el diablo”. Ello nada tiene que ver con la infraestructura, sino con un problema de confianza, de apertura mental. Es posible incluso que haya especialistas dentro del Wifredo Lam con mucho interés por coordinar, dirigir, pero lo preocupante es que cuando se les sugiere que ocupen cargos de dirección apenas duran en ellos un breve lapso de tiempo.

Quiero pensar -a riesgo de ser considerado excesivamente optimista- que este es un período de crisis que a la larga rebasaremos. Como dice un buen amigo arquitecto: “En Cuba estamos atravesando un momento histórico de riesgo y oportunidad”, en el que deberíamos re-pensar los vínculos dialécticos entre el arte y la sociedad, entre el creador y el ámbito de la institucionalidad; analizar nuevas formas de readaptación de nuestros mecanismos legales a esa circunstancia de beneficio y tensión que estamos experimentando con el mercado del arte; no temerle a la experiencia comercial y al hecho de tener que afrontar sus consecuencias útiles o perniciosas; convocar más a los críticos, escuchar más sus opiniones, pedirles asesoría en las estrategias o políticas promocionales, y no seguir pensando, prejuiciadamente, que en cada comentario crítico que hagamos hacia la gestión institucional hay implícito un crítica malsana, una voluntad disidente, una reserva de índole personal, un antagonismo de principios. Pero sobre todo tenemos que trabajar urgente, y con sentido común, para poder acortar esa peligrosa distancia, esa disparidad de conceptos y perspectivas que existe hoy entre el artista cubano y las instituciones creadas para su desarrollo y legitimación.

 

© David Mateo

 

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